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    REVISTA DEL COLEGIO DE INGENIEROS DE CAMINOS, CANALES Y PUERTOS
Nº 50
AÑO 2000
LA GESTIÓN DEL AGUA, Volumen I

Una nueva forma de asignación de recursos: el mercado del agua

Antonio Embid Irujo *

  * Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Zaragoza

INTRODUCCIÓN GENERAL. LAS FORMAS TRADICIONALES DE ASIGNACIÓN DE RECURSOS Y LAS POSIBLES CAUSAS DE LA NUEVA REGULACIÓN

LOS PRECEPTOS QUE SOBRE TRANSACCIOINES SOBRE DERECHOS DE APROVECHAMIENTO DE AGUA EXISTÍAN YA EN LA NORMATIVA ESPAÑOLA. SU DIFERENCIA CON LA NUEVA REGULACIÓN

CARACTERÍSTICAS JURÍDICAS DEL MERCADO REGULADO POR LA LEY DE AGUAS EN SU REFORMA DE 1999

Sujetos que pueden contratar
Usos para los que se puede adquirir agua
Tiempo por el que se ceden los derechos
Volumen que se puede ceder
Los derechos de terceros y los impactos ambientales
Intervención administrativa
La determinación del precio del contrato
Utilización de infraestructuras estatales
La cesión de derechos entre territorios de distintos Planes Hidrológicos de cuenca
La aplicabilidad de la reforma
VALORACION FINAL

 


Descriptores: Mercado, Derechos sobre la utilización del Agua, Asignación, Precios, Dominio Público

Introducción general. Las formas tradicionales de asignación de recursos y las posibles causas de la nueva regulación

La reforma de la Ley de Aguas (Lag.) de 1999 se caracteriza, ante todo, por el interés especial que ha puesto el legislador en la introducción de lo que llamo genéricamente en el texto "mercado del agua" y que con más propiedad el nuevo y muy largo artículo 61 bis denomina contratos de cesión de derechos de agua. La denominación del nuevo contrato tipificado es bien representativa de lo que se pretende: bajo la vestidura de una institución típica del derecho privado, el contrato, se pueden llevar a cabo transmisiones de los derechos a la utilización del agua entre dos concesionarios o titulares por cualquier otro motivo de derechos a la utilización del agua. La Administración hídrica en esta circunstancia es poco más que un testigo privilegiado en la transacción celebrada, pues, realmente, sólo en supuestos de cesión de agua entre concesionarios de distintas cuencas hidrográficas es imprescindiblemente necesaria su aquiescencia para la perfección de la operación. No cabe duda, entonces, de que en el ámbito de la utilización de las aguas públicas la nueva regulación supone una novedad muy sustantiva: la creación de una nueva manera de asignación de derechos de agua por la mera voluntad de los particulares frente a las formas tradicionales del otorgamiento por medio de concesión o por título legal, que eran hasta ahora las únicamente reflejadas en nuestro derecho y que en cualquiera de los dos casos suponen que un poder público adopta una decisión expresamente.

La reforma significa también la posibilidad de creación de unos llamados "centros de intercambio concesional" dentro de los Organismos de cuenca inspirados en el modelo del Banco de Aguas californiano, creado por primera vez durante la fuerte sequía que tuvo lugar en el año 1991. De la misma forma que en California, también en la legislación española la creación de estos centros sólo podrá tener lugar cuando tengan lugar las situaciones de sequía, y mediante los mismos se podrán realizar ofertas públicas de adquisiciones de derechos de agua y, a su vez, de venta de agua, obrando entonces la Administración hídrica como algo más que un intermediario en cuanto que es ella misma quien determina, realmente, la posibilidad de transacciones y su última finalidad. Por lo tanto no serán en esta circunstancia los concesionarios quienes celebren contratos entre sí, sino con la Administración hídrica competente en cada caso.

En suma, y dejando al margen la situación esencialmente provisional o transitoria de estos centros de intercambio concesional, lo que surge con esta novedad jurídica, insisto, es una nueva forma de asignación de recursos de agua. En alguna ocasión la he calificado como "asignación descentralizada" para oponerla a las formas "centralizadas" de asignación, que serían aquellas usualmente conocidas en la tradicional legislación española como la de la concesión y el otorgamiento legal. Obviamente, cuando hablo de concesión como forma de asignación de recursos estoy incluyendo igualmente todos los avatares jurídicos que pueden suceder en la vida de la concesión, singularmente su modificación y su revisión, hechos jurídicos que representan también una intervención pública en la forma de asignación de los recursos hídricos.

Si pretendiéramos investigar las razones o motivos de esta novedad legal seguramente tendríamos que coincidir en que son muy variados, en que responden a distintos vectores de influencia. Por un lado estaría la evidente constatación de la escasa efectividad de la revisión concesional. Es claro que la revisión de las concesiones está prevista por el ordenamiento jurídico (art. 63 Lag.) y que, incluso, existió una reforma legal de este precepto a comienzos del año 1996 para facilitar e impulsar la revisión de las concesiones para abastecimiento de poblaciones o regadío que estuvieran sobredotadas. Sin embargo, y a pesar de un ordenamiento jurídico relativamente simple y claro en sus prescripciones, la Administración no ha emprendido una política ni sistemática ni parcial de revisión de concesiones. Me atrevería a decir, incluso, que la reciente aprobación de los Planes Hidrológicos de cuenca (agosto de 1998) y la más reciente publicación en el BOE de las normas de estos Planes (que ha tenido lugar desde abril de 1999 en el caso del Plan Hidrológico de las Cuencas Interiores de Cataluña hasta septiembre del mismo año para las normas del Plan del Ebro), no han supuesto la puesta en marcha de ningún proceso de revisión concesional, y eso que una de las causas que en el art. 63 Lag. aparecen como apropiadas para legitimar la iniciación de esta revisión es la contradicción de la concesión con el contenido de los Planes Hidrológicos de cuenca. Es posible que no exista en ningún caso tal contradicción, no lo sé, aunque me parecería, entonces, que escasas novedades habrían aportado al ordenamiento jurídico estos planes si esa fuera la única conclusión que debiera sacarse, porque, desde luego, los Planes no se configuraron por la Lag. en 1985 como un mecanismo de mera consagración de las situaciones jurídicas dadas. Sea lo que sea, lo cierto es que existe un evidente fracaso del sistema legal, no por sus defectos intrínsecos, sino por la no puesta en marcha de los mecanismos ad hoc que el mismo contiene, y que ello es lo que, me parece, induce primero al Gobierno a formular un proyecto de ley y luego, posteriormente, a las Cortes Generales a aprobarlo con unas Cámaras ciertamente no uniformes en la expresión de su votación final respecto a esta cuestión.

Fig. 1. Planta potabilizadora de Abrera, Barcelona.

Fig. 2. Regadío en Pastrana, Guadalajara.

Igualmente señalaría como causa adicional de la reforma la imitación de modelos extranjeros que han sido múltiples veces mostrados entre nosotros y que gozan en algún caso de predicamento en cuanto a su capacidad para resolver problemas hídricos concretos. Es obvio que la imagen que inicialmente se viene a la cabeza es la californiana o, en general, la del oeste americano, donde los contratos de venta de agua son antiguos y relativamente bien estudiados, contando con una regulación jurídica relativamente densa y con una cuidada, en la mayor parte de las ocasiones, forma de aplicación. Cuestión aparte es la del modelo chileno, mucho más radical en sus planteamientos, en la línea de cómo allí es entendido hasta ahora el liberalismo económico y que en la práctica quiere funcionar y funciona con una virtualidad de casi total privatización de un recurso que, sin embargo, paradójicamente, su ordenamiento jurídico continúa afirmando como público. Desde luego, y sin poder profundizar más en este lugar en lo que sería un puro, y muy interesante, estudio de derecho comparado por motivos obvios de primordial atención a la nueva regulación española, no debería ser en ningún caso la praxis jurídica chilena la que inspirara la aplicación de unas normas ciertamente no tan "liberales" en su concepción como son las que ahora aparecen en la legislación española.

De la misma forma me parece que colabora a la búsqueda de un nuevo modo de asignación de derechos de agua la actual crisis bastante generalizada de la mayor parte de la agricultura española y la consiguiente incapacidad de la misma para emprender necesarios procesos de modernización que pudieran llevar consigo amplios ahorros de agua. Es evidente que por el porcentaje de recursos utilizados por la agricultura (la cifra del 80% en relación con el total de los recursos hídricos usados es normalmente la de referencia en la mayor parte de las regiones españolas) permite concluir en que cualquier política de ahorro del recurso o de reasignación debe contar con y partir necesariamente del sector de la agricultura de regadío. Pero la crisis agrícola y el escaso rendimiento y viabilidad de muchas de las explotaciones, sobre todo en el interior del país, hacen que sea imposible que la agricultura emprenda de forma autónoma una política de inversiones que permita el ahorro de agua y, desde luego, no ha existido hasta ahora tampoco una sustantiva y continuada política de apoyos económicos públicos para viabilizar tal realización. Pareciera, entonces, que el legislador opta por introducir un "incentivo" económico que permitiera –en los casos en que ello sea posible– la transferencia "descentralizada" de recursos de la agricultura a los usos domésticos o de los usos agrarios menos rentables a los más rentables, con lo que se podría producir un resultado semejante al de la revisión concesional sin los traumas y desgastes políticos que, se presume, ello podría llevar consigo. Añado que me refiero a transferencias entre estos tipos de usos porque otros grandes utilizadores aunque no consumidores de agua, los usos para la producción de energía eléctrica, tienen prohibida por ley la transferencia de caudales a no ser que sea hacia otros usos también no consuntivos.

En suma, lo que se refleja es, creo, el intento de una forma pragmática de solucionar los evidentes problemas de la utilización del agua en España. Y ello a partir de la constatación de la insuficiencia de la actuación administrativa y con la creencia de que un sector económico en crisis puede tener una cierta reconversión, contando con el evidente incentivo de la transacción económica. Esta confianza ciertamente encomiable en los mecanismos del mercado, en la "mano invisible", conecta también, obviamente, con los fundamentos políticos del Gobierno conservador y de la mayoría parlamentaria que abandera la reforma, siendo éste un aspecto que no puede olvidarse de ninguna manera a la hora de enjuiciar por completo la reforma. Con mayor razonamiento ya he indicado en otra ocasión anterior que estaríamos ante una de las características que, junto a la constitución de las sociedades de construcción y explotación de obras hidráulicas, podrían formar parte de las enseñas de una política hidráulica diferente a la del anterior Gobierno socialista. En otro orden de cuestiones es obvio que las diferencias entre las políticas de los respectivos Gobiernos no han sido tantas y que, incluso, la mayor parte de los contenidos de la reforma de la Lag. de 1999 pueden ser suscritos por la generalidad de las fuerzas parlamentarias y, desde luego, por el Grupo Parlamentario que apoyó al anterior Gobierno, en cuanto que representan fundamentalmente una evolución lógica del ordenamiento jurídico, en algunas ocasiones estimulado, además, por la paralela evolución del derecho comunitario europeo, cuya non nata Directiva-marco de aguas, en tramitación desde febrero de 1997, se recepciona en parte en nuestro derecho por esta reforma legal, sobre todo en lo que se refiere a su configuración terminológica.

Concluido lo que sería, creo, una necesaria consideración ideológica y fáctica de la reforma, me parece conveniente enlazar ésta con algún antecedente del derecho español actual.

Los preceptos que sobre transacciones sobre derechos de aprovechamiento de agua existían ya en la normativa española. Su diferencia con la nueva regulación

Un tratamiento que se preciara de erudito y pormenorizado debería referirse ahora a ciertos antecedentes históricos de transacciones sobre agua en nuestro derecho, sobre todo en el sur y sureste del país, y también a las circunstancias jurídicas y sociales en que se desarrollaron y al juicio que merecieron a los que las estudiaron, ciertamente no muy positivo en la casi totalidad de las ocasiones. No es esa mi intención, ni tampoco la de referir la situación del actual derecho de aguas canario, en el que las transacciones forman la columna vertebral de la producción y la distribución del agua en unas islas que son Afortunadas en muchas cosas pero no, precisamente, en la abundancia de agua dulce fácilmente disponible. Mi intención es sólo exponer que en el derecho "peninsular" actualmente vigente contamos con algunos preceptos que presuponen, o mediante los cuales pueden celebrarse, transacciones sobre derechos de agua y que han sido aplicados en algunas ocasiones.

Estoy pensando, así, en el art. 61 de la Lag., que se refiere a la "transmisión total o parcial de los aprovechamientos de agua que impliquen un servicio público" y que precisa de autorización administrativa previa. O la previsión también de autorización administrativa previa para la modificación de las características de una concesión (art. 62 Lag.), entendiéndose por característica esencial que requiere tal autorización la de la identidad del titular (art. 144.2 del Reglamento del Dominio Público Hidráulico). Sin duda con fundamento en estos preceptos es posible descubrir la posibilidad de un "mercado" de derechos de agua que presupone contratos entre particulares –llámense o no de cesión de derechos de agua– que para ser operativos precisan en todos los casos, y no sólo en los vinculados al servicio público –como se habrá advertido sin género de dudas con la referencia del RDPH a autorización administrativa cuando hay cambio de titular y al margen de lo que sea la práctica real, bien diferente, de ese precepto–, de esa autorización administrativa previa.

También debe ser objeto de consideración en estas circunstancias el art. 53.2 de la Lag. En él descubrimos la posibilidad de que el Organismo de cuenca "condicione" o "limite" el uso del dominio público hidráulico para garantizar su explotación racional. La abstracción de la expresión no oculta, sin embargo, su último y posible significado: si como consecuencia de las medidas se ocasionan modificaciones de caudales que generen perjuicios a unos aprovechamientos en beneficio de otros, los "titulares beneficiados deberán satisfacer la oportuna indemnización, correspondiendo al Organismo de cuenca, en defecto de acuerdo entre las partes, la determinación de su cuantía". Es obvio, entonces, que lo que el precepto permite sin dificultades es una transmisión de derechos concesionales operada por decisión de la Administración; transmisión coactiva entonces, en principio, con independencia de que, de hecho, pueda satisfacer a las partes. Prueba de que puede existir esa satisfacción recíproca es que el precio ("indemnización") sólo será fijado por la Administración en defecto de acuerdo entre las partes, entre el "beneficiado" y el "perjudicado".

Por fin y por último, en las situaciones excepcionales mencionadas en el art. 56 de la Lag., el Gobierno puede adoptar igualmente medidas que afecten a las concesiones y que sólo tendrán el obvio límite temporal de la misma situación excepcional.

Queda probado, pues, que existían en nuestro derecho con anterioridad a la reforma legal un conjunto de preceptos que permitían transacciones sobre derechos de agua, de una forma, además, bastante incondicionada, pues no se menciona en los artículos citados ninguna predeterminación sobre los usos que pueden ser "beneficiarios" de las compras ni sobre ningún tipo de condicionamiento jurídico de ella. Todo ello arroja una situación de práctica anomia que sólo viene excepcionada por la referencia a la general autorización administrativa que se predica y que es, precisamente, característica completamente contraria a la de la nueva regulación, en donde el transcurso del tiempo sin negativa administrativa equivale, en el régimen jurídico normalmente previsto, a la aceptación de la transacción.

Lo cierto es que estamos ante preceptos que presuponen que pueden tener lugar transferencias de derechos, pero con un conjunto de normativa alrededor de ellos que no facilita, ni mucho menos, tales transacciones. Por ejemplo, el tradicional principio en nuestro derecho de la vinculación del agua a la tierra –que, precisamente, se excepciona por la reforma para los contratos de cesión de derechos de agua– hace que no se puedan formalizar transacciones jurídicas sobre el agua con destino agrícola que no lleven aparejada la de la tierra, y, en general, la necesidad de la autorización administrativa previa parece que desanima, de entrada, a quienes quisieran, hipotéticamente, entrar en este tipo de aventuras. Es obvio que las cesiones de concesiones entre compañías hidroeléctricas han sido moneda común pero, en la mayor parte de las ocasiones, lo que se ha transmitido son concesiones "en cartera", no operativas directamente y, creo, insertas dichas transacciones dentro de negocios de más amplio fuste. El conocedor, por fin, de la situación hídrica en España sabe perfectamente que en algunas circunstancias de sequía, y con fundamento en lo previsto en el art. 53.2 Lag., se han realizado transacciones sobre derechos de agua, pocas pero en algún caso significativas. Desde luego lo cierto es que en pequeña medida y dentro de las Comunidades de Usuarios (de regantes más bien) los intercambios o pequeñas transacciones de agua son moneda común y funcionan al margen de cualquier precepto que pudiera fundamentarlas y también, probablemente, sin texto escrito, contrato, que las sustente.

En todo caso parece necesario conocer el "medio ambiente" jurídico en el que se va a desenvolver la nueva regulación, que, curiosamente, no cambia grandes cosas de los preceptos anteriores, por lo cual parece que van a convivir dentro de la Lag. reformada preceptos que parten de presupuestos distintos. Baste con una muestra de lo que indico: el nuevo art. 61 bis contiene una regulación general de contratos que no precisan de autorización administrativa previa y el "viejo" art. 61 parte, al contrario, de que esa autorización es en todo caso necesaria. El trabajo del intérprete jurídico deberá desarrollarse con toda seguridad, por tanto, y deberá ser orientado, al margen de otro tipo de consideraciones que pudieran aquí intentarse, por el conocimiento de la evidente voluntad del Legislador de facilitar la consecución de este mercado del agua y en la forma que el art. 61 bis lo regula.

Características jurídicas del mercado regulado por la Ley de Aguas en su reforma de 1999

Llego, por fin, a la exposición y comentario de las principales novedades de un larguísimo artículo 61 bis cuya exposición no es posible seguir aquí de forma exhaustiva por razones de espacio. En todo caso, y enlazando con lo ya mencionado en el texto que precede, señalo a modo de rúbricas con sus correspondientes comentarios, los que me parecen puntos más importantes a tener en cuenta en cualquier caso:

Sujetos que pueden contratar

La regulación de este ámbito permite comprobar claramente que se trata de un mercado ciertamente "limitado", pues las transacciones deben desarrollarse entre concesionarios, entre quienes previamente poseen, por tanto, un título legítimo a la utilización del agua. No se trata, entonces, de un completamente liberalizado mercado, pues no es posible que se adquieran ex novo derechos a la utilización por la suscripción de un contrato por quien hasta ese momento no pertenece al club de los tradicionales usuarios del agua.

Usos para los que se puede adquirir agua

El art. 61 bis parte de que las transacciones sólo podrán tener lugar entre usos de igual o mayor rango, según el que establezca el Plan Hidrológico de cuenca o, en su defecto, el art. 58.3 de la Lag. No es posible, pues, una transacción en sentido contrario al orden normativo de utilización más que si excepcionalmente lo autoriza la Administración hídrica (la Confederación Hidrográfica o la Administración hídrica autónoma). Por otra parte los usos no consuntivos del agua (ejemplo primigenio es la generación de electricidad) sólo podrán celebrar transacciones entre ellos.

Tiempo por el que se ceden los derechos

En relación con esta cuestión no se precisa en el precepto otra cosa que la cesión ha de ser temporal, sin precisar el número de años de ésta, cuestión que parece dejarse a la autonomía de la voluntad de las partes. En todo caso parece claro que el tiempo máximo del contrato será el de la duración del derecho que se cede, descontados, eso sí, los años que deberían transcurrir para que se computara el volumen de agua realmente utilizado y que es posible vender, tal y como se advierte en el siguiente punto.

Volumen que se puede ceder

Estamos ante una de las cuestiones capitales de la ley y a la que la reforma se aproxima por pasos medidos y sin acabar de resolver el tema. Por un lado el límite máximo de la cesión es, como parece lógico, el del total del caudal concedido (u otorgado legalmente, deberíamos entender también), pero es evidente que ello no basta, pues deben tenerse en cuenta características esenciales a la práctica del aprovechamiento del agua. Por ello se añade, además, que no se podrá ceder más volumen que el realmente utilizado por el cedente, lo que hace necesaria la determinación de cuál sea éste, difícil problema que la ley soluciona remitiendo a un futuro Reglamento que deberá establecer cómo calcular de una forma "objetiva" el volumen utilizado. Los parámetros que la ley menciona para ello son el volumen medio del caudal "realmente utilizado" y "durante la serie de años que se determinen", corregido, en todo caso, con las dotaciones objetivas que fijen el Plan Hidrológico de cuenca y el buen uso del agua.

Los términos utilizados por el precepto no son, precisamente, sencillos en su determinación. Ahí son nada las referencias al caudal "realmente utilizado" y al "buen uso del agua" y que anuncian, si se tiene interés real en entrar en esos problemas, mil dificultades para su determinación, pues estamos ante conceptos esencialmente relativos y de posible solución múltiple, muy dependiente de la concepción particular de quien se aproxime a la cuestión. Pero en todo caso hay algo no mencionado por la ley y que creo que el reglamento debería tener inexcusablemente en cuenta, como es el tema de los retornos naturales que prácticamente todas las utilizaciones del agua tienen y que no deberían computarse entre los volúmenes que se pueden ceder, a menos que se quiera consagrar un permanente sistema de posible agravio a los intereses de terceros y a otro tipo de intereses también, los medioambientales, posible agravio de potencialidad muy importante y difícilmente medible a priori. Esa "agua de papel", como es denominada en otros sistemas jurídicos, debe quedar al margen de cualquier posible transacción, porque no debe entrar, realmente, dentro del cómputo del volumen "utilizado" por el potencial vendedor de derechos de agua.

Los derechos de tercero y los impactos ambientales

Las últimas palabras me llevan directamente a la consideración de cómo la reforma legal pretende tener en cuenta los intereses de terceros y los medioambientales. Es claro que dichos intereses sólo pueden ser apreciados en principio por la Administración pública en cuanto que ella es responsable de los intereses generales, no de los singulares, ayudada en su caso por las indicaciones de los particulares si llegan a enterarse de que un contrato de este tipo se ha celebrado. Pues bien, la norma no dice nada sobre esta cuestión y hay que pensar que dentro de los escasos plazos previstos para que la Administración se pronuncie (un mes si el contrato se celebra entre miembros de la misma Comunidad de Usuarios y dos meses en el resto de los casos) deberá averiguarse si se producen esas afecciones, llevándose a cabo también los correspondientes procesos de información pública que, supongo, regulará el Reglamento configurando unos plazos, aventuro otra vez, que deberán ser necesariamente escasos en relación con los conocidos en nuestra legislación básica del procedimiento administrativo común. En todo caso se prevé informe previo de la Comunidad Autónoma y del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación –si están involucrados intereses agrarios– que deberá emitirse en el plazo de diez días.

Está descartado por la norma, desde luego, que deba realizarse una valoración o evaluación de impacto ambiental tal y como, por otra parte, se prevé que tenga lugar en los trámites que lleven al otorgamiento de algunas concesiones, lo que no quiere decir que no tuviera que llevarse a cabo tal evaluación de impacto ambiental en función de la autónoma aplicabilidad del ordenamiento jurídico propio de esta institución.

Intervención administrativa

Como ya indiqué, ésta es muy tenue, pues aunque se parte del principio de la autorización administrativa previa, la conjugación de ésta con un sistema deslumbradoramente fugaz de plazos y la predicación del silencio administrativo positivo, dan, en el fondo, a la Administración un papel de testigo y en modo alguno protagonista o director de las transacciones.

No hay nada establecido –y podría haberse regulado algo, obviamente– en torno al pago de unas tasas que compensaran la actividad administrativa desplegada para emitir la autorización administrativa previa. Eso no quiere decir que no pudiera introducirse tal regulación de corte tributario por otra legislación sectorial.

La determinación del precio del contrato

En consonancia con la libertad ínsita al contrato, la ley remite a la voluntad de las partes la fijación del precio. Se anuncia, no obstante, la posibilidad de que un futuro Reglamento establezca un importe máximo de la "compensación" por la cesión del derecho del agua.

Utilización de infraestructuras estatales

Es evidente que cualquier contrato que se quiera medianamente significativo de cesión de derechos de agua deberá apoyarse en el transporte del agua por determinadas infraestructuras existentes o, incluso, de nueva construcción. Dejando de lado esta última cuestión, que nos sitúa ante otro tipo de problemas, y obviando, porque ello no plantea problemas jurídicos especiales, que la titularidad de las infraestructuras de transporte sea privada, lo cierto es que en la mayor parte de las ocasiones, presumo, esas infraestructuras serán de titularidad estatal. La interpretación de la ley no puede ser taxativa inicialmente en cuanto a la utilización de estas infraestructuras, pues, por un lado, configura un cierto "derecho" de las partes a su uso, dado que los contratistas no deben estrictamente solicitarlo sino pedir meramente "la determinación del régimen de utilización" e, igualmente, "la fijación de las exacciones económicas que correspondan de acuerdo con la legislación vigente"; sin embargo, un poco más tarde y en otra dirección exclama el texto legal que "la autorización del contrato de cesión no implicará por sí misma la autorización para el uso o construcción de infraestructuras a que se refiere este apartado", lo que quiere decir que, entre otras cosas, el régimen del silencio administrativo positivo establecido para la autorización del contrato no tendría posibilidad de traslaciones a este particular ámbito de la utilización de las infraestructuras de transporte.

Bien, dejando de lado un problema de exclusivo corte jurídico que podría dar lugar a diferentes interpretaciones y centrándome solamente en el tema de las tarifas, creo que la mención que realiza el precepto que comento supone una evidente hilazón con el régimen del art. 106 Lag., lo que en algunas ocasiones podría, imagino, conducir a una subvención encubierta del régimen de transporte si la base para la determinación de las tarifas de agua en una concreta infraestructura estuviera disminuida por alguna disposición legal que así lo permitiera, como sucede en muchas ocasiones.

La cesión de derechos entre territorios de distintos Planes Hidrológicos de cuenca

La configuración legal de este contrato es ciertamente amplia y moldeable a gusto de las partes; por ello, probablemente, no conoce expresamente límites territoriales. Así, se regula la posibilidad de utilización de infraestructuras que conecten territorios de diferentes Planes Hidrológicos de cuenca, lo que en el art. 61 bis es dependiente de una previa previsión en el Plan Hidrológico Nacional o en las leyes reguladoras de cada trasvase. Es claro que no existen ahora leyes reguladoras de transferencia de recursos hidráulicos que permitan la aplicabilidad del mercado de agua, por lo que el supuesto regulado sólo podría tener viabilidad en el caso de una nueva ley que apareciera o en el caso de aprobación del Plan Hidrológico Nacional.

Fig. 3. Vertido incontrolado en Monistrol, Barcelona.

Fig. 4. Presa del Eume, La Coruña.

La aplicabilidad de la reforma

Finalmente sólo quiero añadir una escueta consideración en torno a la imposible aplicabilidad de la reforma legal con la sola aparición de la ley en cuanto que se contienen en ella variadas remisiones al reglamento y algunas de ellas de una importancia suprema. Estoy pensando, por ejemplo, en el encargo al reglamento de la fijación de los volúmenes de agua que pueden ser realmente transmitidos. Es claro que sin el cumplimiento de esa previsión legal, no es posible suscribir ningún contrato de cesión de derechos, porque su mismo objeto queda completamente indeterminado y, por tanto, de celebrarse el contrato debería considerarse nulo.

Valoración final

Debo concluir con una valoración de la reforma, como parece razonable para un trabajo que debe ser algo más que una exposición de causas del nacimiento de una institución y de su régimen jurídico. Sucede que, sin embargo, esa valoración es ciertamente difícil de realizar en cuanto que una institución tan delicada –como lo es cualquiera que afecte a la utilización de un bien escaso, como es el agua, que además es de titularidad pública– sólo aparece delimitada a medias por la ley, en cuanto que muy importantes cuestiones se encargan al reglamento y, sobre todo y al margen de esa ausencia, falta la observación de la práctica de su celebración, lo que en cuestiones como estas y si se echa mano de las experiencias que transmite el derecho comparado, se verá que se trata de un elemento decisivo a la hora de emitir un juicio sobre unos preceptos legales necesariamente configurados en un nivel de abstracción y al margen de su aplicabilidad concreta.

Fig. 5. Estación depuradora de aguas residuales del Besòs, Barcelona.

El juicio que se establezca a continuación lo es, pues, ante una institución regulada en abstracto, desnuda de los adornos que puedan embellecerla y, en el fondo, justificarla. Esos adornos no son otros para mí que su capacidad de solucionar los problemas que actualmente tiene la gestión del agua sin, a su vez, crear otros adicionales y más graves. ¿Servirán, entonces, los contratos de cesión de derechos de agua y los centros de intercambio concesional para la finalidad que justifica la innovación normativa producida?

La solución a este interrogante se establecerá mañana, digamos, y no creo que hoy en día pueda haber nadie que, al margen de una creencia ideológicamente fanática, tenga la capacidad de –dada la situación del agua en nuestro país– establecer un sí o un no taxativo, sin matices o fisuras. En todo caso, lo que sí podemos hacer es razonar sobre la oportunidad y forma de aparición de esta institución en nuestro derecho, recalcando, no obstante, que el definitivo juicio se pospone a la observación de su forma de aplicabilidad y efectos materiales.

Desde ese presupuesto advierto que en general no me parece mal que el ordenamiento jurídico para un mismo problema planteado socialmente contenga distintos tipos de soluciones, sean éstas acumulativas o alternativas. En este caso el problema es fácil de exponer y consiste en la repetida constatación de la escasez y el desigual reparto del agua en nuestro país, en que existe una asignación de los recursos hídricos en su mayor parte ya llevada a cabo, y, por fin, en que se puede tener seguridad en una previsible evolución futura de la situación que promete incrementar la gravedad de los problemas existentes. Un presupuesto necesario para resolver ese problema, dados los mimbres que desde nuestra Constitución (art. 45 CE) y del derecho comunitario deducimos, es el necesario cuidado medioambiental de nuestras aguas, lo que implica un imprescindible incremento de su conservación y una muy cuidada política de realización de infraestructuras, en cuanto que ellas afectan en forma necesaria, aunque en diferente medida según los casos, al medio ambiente.

Pues bien, para esa situación así diagnosticada nuestro derecho conoce hasta el momento técnicas basadas fundamentalmente en la actuación de los poderes públicos centrados en el otorgamiento o revisión de concesiones y en la determinación por vía legal de otros derechos de agua. Igualmente siempre existe la posibilidad de realización de obras hidráulicas, fundamentalmente a impulsos de los poderes públicos, lo que hoy en día está muy condicionado por motivos presupuestarios y ambientales. (Curiosamente, advierto, la reforma legal construye, por fin, un cuidadoso régimen jurídico de la realización de obras hidráulicas, ahora que tantos motivos hay para pensar que las clásicas obras de regulación están en un claro declive y respecto a las que algunos auguran, incluso, su finalización). Pero también, reconozcámoslo, están en embrión en nuestro derecho otras vías alternativas de solución: la reutilización, por ejemplo, todavía cuenta con muy escasos mimbres jurídicos, si bien algunos Planes Hidrológicos de cuenca conocen de forma asistemática, y según sus propios impulsos, de normas específicas. Es claro que la reutilización debe formar parte de cualquier actuación futura basada en la conservación del recurso y que hay que incidir en esa vía. La desalación en ciertas circunstancias también puede aportar caudales suplementarios, sobre todo para usos que tengan lugar muy cerca del mar y superando, claro está, los costes económicos casi prohibitivos para la mayor parte de los usos, exceptuando los domésticos, que tiene la desalación.

En ese contexto de soluciones variadas aparecen en nuestro ordenamiento los contratos de cesión de derechos de agua y los centros de intercambio concesional. Los primeros tienen todavía que justificar algún inconveniente dialéctico importante, como el "valor añadido" que, sin más, se produce en la situación patrimonial de los titulares de concesiones (en realidad los regantes) que se encuentran apoderados para realizar un tipo de negocio que no estaba explícito en el condicionado de su concesión ni en el concurso que sirvió de base para el otorgamiento. Es obvio que un tratamiento tributario adecuado podría modular lo que de discriminación positiva injustificada pueda tener esta situación, tratamiento tributario que podría evitar que uno de los principales futuros negocios de la agricultura fuera (como sucede en tantos lugares donde está establecido el mercado del agua, como en California) la pura compra de tierra por personas que nada tienen que ver con la agricultura, para hacerse así con derechos de agua que pueden ser valorizados en el mercado.

Pero la regulación actual me parece especialmente capacitada para poder aportar peligro en relación a los daños a terceros o medioambientales que pueden producirse como consecuencia de las transacciones de derechos de agua, dado que la Administración hídrica no aparece con suficientes poderes y medios para evitarlos. El régimen del silencio administrativo positivo creado me parece contraproducente y difícilmente compatible con las exigencias jurídicas que plantea la titularidad pública de las aguas en nuestro país. La introducción de un sistema de transacción sobre derechos de agua es constitucionalmente posible, sí, pero el régimen jurídico creado creo que arriesga en algún caso el peligro de contradicción con lo que me parece lectura correcta de las características fundamentales de la propiedad pública. La autorización administrativa previa, sin silencio administrativo positivo, debería ser, así, un presupuesto inexcusable en el marco de un procedimiento administrativo en el que existan garantías de efectiva publicidad y de participación de terceros. No se entienden las "prisas" que la regulación aprobada trata de imprimir al perfeccionamiento de los contratos de cesión en el marco de unas situaciones normales de asignación de recursos, pues nótese que no se regula para una situación de sequía sino para supuestos habituales y normales de situaciones hídricas. Los centros de intercambio concesional, por el contrario, sí que se crean para este tipo de situaciones de emergencia y me parece positiva su llegada a nuestro derecho, fundamentalmente porque se insertan dentro de esos presupuestos de configuración de posibilidades adicionales y complementarias de actuación para superar problemas hídricos coyunturales que puedan aparecer y porque, con todas las dudas que se pueden suscitar, la actuación del Banco de Aguas en California –que inspira nuestro modelo– fue durante los períodos de sequía en aquel Estado de la Unión globalmente positiva.

Concluyo ya llamando la atención sobre que, curiosamente, llega la introducción en nuestro ordenamiento jurídico del mercado del agua cuando aparecen publicadas las normas de los Planes Hidrológicos de cuenca y, por tanto, está concluida una primera fase de la planificación hidrológica que como decisión fundamental del nuevo ordenamiento de las aguas trajeron los arts. 38 y ss. de la Lag. de 1985. La gran cuestión de si los mercados del agua son compatibles con la Planificación Hidrológica tal y como la regula la Lag. y tal y como, finalmente, ha sido concretada por los Planes Hidrológicos de cuenca deberá plantearse prontamente. Muy probablemente la respuesta deberá ser negativa, pues cualquier asignación consagrada en la planificación puede venirse abajo simplemente por el hecho de la celebración de un contrato sin que la Administración se manifieste en tiempo adecuado, lo que, dicho sea de paso, rebaja grandemente el carácter normativo de la planificación si es que la anterior respuesta es la que definitivamente se consagra en nuestro ordenamiento. Sólo si se configurara jurídicamente la planificación de otra forma, quitando, quizá, su carácter normativo o haciéndola esencialmente flexible, sería medianamente compatible la planificación con el mercado. Por supuesto que cuando planteo estos problemas de compatibilidad no lo hago pensando en pequeñas transacciones dentro de una misma comunidad de usuarios, obviamente.

Las deducciones que el lector de estas páginas puede ir sacando de la posición de su autor probablemente irán en la línea del "no, aunque" o del "sí, pero". Y no puede ser de otra forma porque el cambio sobre los supuestos de nuestro derecho es aparentemente muy radical –dentro de los presupuestos del mercado "limitado" del que hablo– aunque, quizá, la futura reglamentación pueda modular las cosas. En todo caso la introducción de mecanismos de mercado debe ser recibida con prudencia y expectación por cualquier jurista que se sitúe en el plano de la consideración reflexiva de la norma y no en el de la mera proclama agitadora en uno o en otro sentido. El mercado regulado en el art. 61 bis no pertenece, precisamente, a la categoría de los experimentos con gaseosa, sino que el derecho salta directamente a la factibilidad de la realización sin pasar por la fase de prototipo. Muchas veces he pensado que en cuestiones como esta no hubiera sido nada despreciable la posibilidad de introducir la institución del mercado poco a poco, en ámbitos reducidos y con posibilidad de observación de efectos. Por ejemplo, en las situaciones de sequía y para transacciones que tuvieran una extensión temporal limitada al período de sequía. La situación extraordinaria producida hubiera sido suficiente para suprimir los escrúpulos de corte algo más que moral a la posibilidad de enriquecimiento de algunos a costa de un bien propiedad de todos y, desde luego, hubiera sido posible también establecer juicios atinados sobre sus efectos a terceros o sobre los daños o beneficios –quién sabe– ambientales que el mercado en según qué circunstancias puede llevar consigo. Quien opine que esto hubiera sido una introducción muy limitada y que para ese viaje no hacen falta alforjas, se olvidaría de que en el ámbito de algunos Planes Hidrológicos de cuenca, las situaciones de sequía pueden tener prácticamente la misma duración que las situaciones de "normalidad", o al menos eso es lo que en relación con el Guadalquivir, el Sur o el Segura enseñan las últimas décadas transcurridas. En cualquier caso, confío en que los redactores de los reglamentos que deberán venir y, en todo caso, los aplicadores de la norma vean en las páginas que ahora concluyen alguna guía válida para la consecución del objetivo que a todos los aficionados a las cosas del agua nos une, su mejor y más justa gestión.

Bibliografía

No han aparecido hasta ahora muchos comentarios sobre la nueva regulación legal. Para la fase de proyecto puede verse A. Embid Irujo, "El mercado del agua. Consideraciones jurídicas en torno al Proyecto de Reforma de la Ley de Aguas", en Revista Mensual de Gestión Ambiental, julio de 1999. En la misma revista se incluye el trabajo de A. Garrido Colmenero, "El mercado del agua. Una visión desde la perspectiva económica".

Por lo demás, en ambos trabajos se contiene una actualizada visión de la múltiple bibliografía existente en variados países sobre esta cuestión. Por referirme a una publicación anterior en nuestra lengua con bastantes trabajos de derecho comparado y, también, sobre las posibilidades de introducción del mercado en nuestra legislación, vid. A. Embid Irujo (dir.), Precios y mercados del agua, Civitas, Madrid, 1996. En los valiosos trabajos agrupados en este volumen (de A. Menéndez Rexach, C. Bauer, A. Garrido Colmenero, A. Vergara Blanco y A. Domínguez Vila, entre otros), se contienen también otras variadas remisiones bibliográficas que agradecerá el lector interesado en estos temas.